Domingo I de Cuaresma (21 de febrero)
Por el bautismo fuimos salvados como Noé y los suyos en el arca (1 y 2 lects.). En este tiempo hemos de reavivar esa gracia bautismal. El Evangelio nos presenta a Jesús en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás, viviendo entre alimañas y servido por los ángeles. Así inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal y nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado, rechazando las tentaciones del enemigo. Comenzamos con él el camino hacia la Pascua. Y pedimos al Padre «que nos haga sentir hambre de Cristo, pan vivo y verdadero, y que nos enseñe a vivir constantemente de toda palabra que sale de su boca»
La conversión nos exigirá sin duda introducir cambios concretos en nuestra manera de actuar. Pero la conversión no consiste en esos cambios. Ella misma es el cambio. Convertirse es cambiar el corazón, adoptar una postura nueva en la vida, tomar una dirección más sana. Colaborar en el proyecto de Dios.
Todos, creyentes y menos creyentes, pueden dar los pasos evocados hasta aquí. La suerte del creyente es poder vivir esta experiencia abriéndose confiadamente a Dios. Un Dios que se interesa por mí más que yo mismo, para resolver no mis problemas, sino «el problema», esa vida mía mediocre y fallida que parece no tener solución. Un Dios que me entiende, me espera, me perdona y quiere verme vivir de manera más plena, gozosa y gratificante.
Por eso el creyente vive su conversión invocando a Dios con las palabras del salmista: «Ten misericordia de mí, oh Dios, según tu bondad. Lávame a fondo de mi culpa, limpia mi pecado. Crea en mí un corazón limpio. Renuévame por dentro. Devuélveme la alegría de tu salvación» (Sal 51 [50]).